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La verja. por Regina Díaz

Sentada en un banco de un parque de mi ciudad, me encontraba absorta en la lectura de un libro de la magnífica Isabel Allende. El sol brillaba y me regalaba ese bienestar complementario al rato de lectura. Escuchaba el trino de los pájaros en sus nidos, el gorjeo del agua, siempre fresca, que emanaba de la pequeña fuente, y las risas ufanas de niños con sus padres jugando en los lejanos columpios. Disfrutaba, afortunadamente, de este maravilloso marco, idílico sin par.

Durante una de aquellas encantadoras jornadas de lectura en aquel hermoso parque, alcé mi vista y un gélido escalofrío recorrió mi cuerpo. El cielo se había tornado plomizo, no escuchaba el trino de los pájaros, ni el discurrir del agua fresca de la fuente y tampoco las risas de los niños. Busqué con la mirada alrededor intentando encontrar a Antolín, ese gallego octogenario que me dedicaba un sonriente “bo dia” antes de tomar asiento en su banco. No lo veía. No veía a nadie. No había nadie. De repente me percaté que estaba completamente sola. Guardé mi libro en el bolso y comencé a caminar con paso apresurado hacia la salida del parque. Cuando llegué encontré la verja cerrada. Ojalá hubiese sido una cancela, pensé aterrada, pero, debido a la altura de la vegetación y a los centenarios árboles, se hizo necesaria la instalación de un elemento con más empaque. Mi corazón latía cada vez más deprisa y mi mente seguía sin comprender que estaba ocurriendo. Grité con todas mis fuerzas con la esperanza de que alguien me escuchara y pudiese ayudarme. No obtuve respuesta alguna. Entonces pensé que tenía que salir de allí por mí misma. Tardé mucho tiempo hasta que rodeé el perímetro del gran parque buscando alguna salida alternativa, pero al igual que la puerta principal, las otras entradas al recinto también estaban cerradas y los setos se me antojaron demasiado altos y frondosos para superarlos. Decidí escalar por el enrejado de menor altura, que en el menor de los casos, superaba los tres metros. El ocaso del sol acechaba implacable y debía apresurarme si no quería que la noche me alcanzara allí.

Cuando logré salir del parque, la oscuridad se cernía sobre todo lo que estaba al alcance de mi vista, se había adueñado de las calles y el frío era intenso. Eso no fue lo peor. No podía creerlo, pero las calles, además de lóbregas, estaban desiertas, no había ni un alma que las transitara. Tan solo a lo lejos de la tenebrosa avenida, me pareció vislumbrar algo similar a las luces de un vehículo de emergencias. Llegada a esta singular encrucijada, mi mente y mi cuerpo enarbolaban la supervivencia. Discurrí que el ser humano, al igual que el resto de especies del género animal, tiene esa capacidad para situarse en estado de alerta o alarma, según la situación.

Tardé unos treinta minutos en llegar a casa. En lugar de tomar el ascensor por puro miedo a que se quedase parado tal y como había visto en alguna película, subí los peldaños de las escaleras de tres en tres como alma que lleva el diablo. Casi no pude atinar a introducir la llave en el bombín de la cerradura. De forma precipitada entré en mi casa y directamente me introduje en la cama para deshacerme del intenso frío que había tomado posesión de mi cuerpo.

A lo lejos empecé a escuchar una voz que me gritaba: “Estela, levántate hija”. “Ha ocurrido algo horrible”, me decía mi madre pertrechada con una bolsa de la compra, guantes de látex y mascarilla. “El gobierno ha decretado el estado de alarma y no hay nadie en la calle. “Han cerrado bibliotecas, colegios, tiendas y parques y solo quedan operativos los lugares que se dediquen a alguna actividad esencial”, me narraba mi asustada madre.

Mi madre continuaba con el relato de lo acontecido pero yo no le escuchaba. Mi pensamiento se había trasladado al banco del parque. Intentaba discernir si el episodio del parque cerrado era real, o bien lo era la figura de mi madre desgranándome las terribles noticias.

Tardé unos minutos en incorporarme. Sin embargo la sombra de la tenebrosa pesadilla no me abandonaba del todo. Aunque no quería creerlo, sabía que había tenido un sueño premonitorio. Soñé la desgracia, el miedo, la incertidumbre, la supervivencia, el frío y el terror.

Hoy vuelve a brillar el sol. Escucho el trino de los pájaros. Antolín, tras su mascarilla, masculla un sonido que identifico con su “bo dia”. Lástima que no pueda ver su sonrisa. Algunos niños se balancean en los columpios, otros ríen a carcajadas las bromas de sus progenitores. La verja del parque está abierta de par en par. La vida sigue.

Comentarios (6)

  • PURIFICACION TITOS GALIAN

    Fabuloso!! Genial!
    Ojalá el desenlace se cumpla pronto también!
    Gracias, Regina!

    14 abril, 2020 at 00:33
  • ANA MARIA PEREZ SANCHEZ-MORENO

    Sobrecogedor, ese final feliz en estos momentos es difícil imaginarselo y pensar que algún día podamos ser libres como antes parece imposible, los octogenario se verán menos en los parques. Que pena…

    14 abril, 2020 at 13:53
  • ANA MARIA PEREZ SANCHEZ-MORENO

    Sobrecogedor, bien descrita la situación de estrés en creciendo. Ese final feliz en estos momentos es difícil imaginarselo y pensar que algún día podamos ser libres como antes parece imposible, los octogenario se verán menos en los parques. Que pena…

    14 abril, 2020 at 13:57
  • Regina

    Un relato de esperanza.
    ¡Gracias Puri!

    15 abril, 2020 at 06:20
  • AESPI

    Regina, es muy bonito y esperanzador. Es lo que necesitamos. Gracias!

    15 abril, 2020 at 06:28
    • Regina

      He querido transmitir esperanza. Como bien dices, es lo que necesitamos.
      ¡Gracias Ana!

      15 abril, 2020 at 07:29

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